“La argentinidad vivió tensionada por dos importantes alternativas geopolíticas: la patria grande o la patria chica”. Por Jorge Bolívar.
Joaquín González enseñaba en las primeras décadas del siglo XX que “el Congreso de Tucumán ha sido la asamblea más nacional, más argentina y más representativa y popular que haya existido jamás en nuestra historia”. Y cien años más tarde, con los valores propios de la época que vivimos, podemos afirmar que estos conceptos aún pueden mantenerse.
Tras la serie de revoluciones producidas en Sudamérica por la invasión napoleónica a España y la abdicación del Rey, en 1816, con la excepción del Virreinato del Río de
la Plata, todos los antiguos Virreinatos habían vuelto a ser dominados por los españoles en el intento de reafirmación imperial producido por la reasunción en el trono de Fernando VII.
En varias ciudades, cabeceras virreinales, la restauración se había producido casi sin lucha, por las dudas organizativas e ideológicas que aquejaban a los patriotas.
Se procuraban nuevas condiciones de poder, pero la noción de una independencia definitiva seguía en juego.
Los líderes de la nueva patria, en los territorios que más tarde conformarían
la Argentina, tenían también sus dilemas y vacilaciones. La época propiciaba grandes cambios, pero no era tan fácil ver -en ese momento- lo que hoy a nosotros nos parece claro y necesario.
Se estimaba que si se declaraba la independencia de España había que prepararse para la guerra, ya que el viejo imperio tenía todavía numerosas fuerzas militares en territorio sudamericano y estaban en viaje nuevas milicias para asegurar la dominación territorial.
Surgían, además, las dudas acerca de qué tipo de gobierno había que darle a los pueblos del sur y cuáles eran las fronteras más seguras para defender la vida y los intereses culturales y económicos de los pobladores.
Como había ocurrido en los otros virreinatos, la figura de algún rey de cierta manera ligado a los borbones, se ofrecía como una solución intermedia. Negociar la calidad e intensidad de la independencia era, reitero, un motivo de dudas y disputas.
Para José María Rosa la presión independentista sin concesiones, que sostenían San Martín, Belgrano, Güemes y Artigas tuvieron un peso decisivo para que los representes de las diversas provincias optaran por emitir una declaración de independencia plena y frontal, vedando -incluso- cualquier aventura que quisiera mantener la dependencia, pero cambiando de imperio.
Se impidió que las discusiones acerca del tipo de gobierno socavaran la unión de los representas de las Provincias Unidas.
Primero
la Independencia. A partir de allí, la práctica gubernamental iría encontrando los modelos políticos más adecuados y más propios. Por el momento se confirmaba al representante de San Luis, Juan Martín de Pueyrredón, amigo de San Martín, como Director Supremo.
En el acta del Congreso, con su agregado final, los representantes declaran que era “voluntad unánime e indubitable de las Provincias Unidas del Sur romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas, e investirse del alto carácter de Nación libre e independiente del rey Fernando VII (..) y de toda otra dominación extranjera”.
José Luis Romero destaca el testimonio escrito del oficial sueco Jean Adam Graaner, que en ese año recorría los territorios del norte argentino.
El citado se asombra de la cantidad de gente que rodeaba las llanuras aledañas a Tucumán.
Criollos y descendientes de indios, negros y mulatos convivían entusiasmados. Se contaban, además, como espectadores del Congreso, cinco mil milicianos que llegaron montados a caballo, portando sables, fusiles y lanzas.
Al término de la ceremonia -cuenta Graaner- Belgrano arengó a ese pueblo. Sus palabras independentistas fueron recibidas con emoción y entusiasmo.
La declaración de independencia fue escrita en español y en quechua. Los delegados al Congreso del Alto Perú (Tarija y Charcas) la tradujeron al aymará en
la Universidad de Chuquisaca, donde habían estudiado muchos patriotas, entre ellos Moreno y Castelli.
De allí salió la gobernación de Cuyo para San Martín, desde la cual se puso en marcha la emancipación definitiva de Chile y la del Perú y el encuentro con la línea libertadora que venía, al mando de Simón Bolívar, desde Venezuela, pasando por Colombia y Ecuador.
En 1824 el proceso de descolonización de
la Sudamérica hispana había concluido, no sin grandes dificultades. En esos años comienza a advertirse la influencia de las nuevas ideas que venían de Europa, en particular de las del naciente Imperio inglés.
La argentinidad vivió tensionada por dos importantes alternativas geopolíticas: la patria grande o la patria chica.
Inglaterra fomentaba la creación de naciones más reducidas territorialmente, con una gran ciudad puerto para integrarlas con cierta docilidad al crecimiento del capitalismo, organizado, en el caso de Gran Bretaña, por el extenso dominio mundial de la “reina de los mares”.
La República del Uruguay, por ejemplo, fue la expresión máxima de esa lógica.
La otra idea, no sólo geopolítica sino también geocultural, fue la de la paulatina “conquista de los desiertos” desde la dominación portuaria y mercantil.
Irradiada desde Estados Unidos, esta noción de “desierto” no se refería a designar una región geográficamente árida y de vegetación escasa; tampoco humanamente a un territorio despoblado.
Este “desierto” nombraba la tierra en la que no existía “la civilización europea del hombre blanco”.
A pesar de que el Congreso de Tucumán -con el impulso de San Martín y Belgrano- fue un faro de afirmación emancipadora en una Sudamérica dominada por la restauración borbónica, la argentinidad naciente debió pasar las duras opciones geopolíticas y geoculturales que propiciarían los fenómenos de anarquía y las luchas entre federales y unitarios.
Las victorias del General Sucre en Ecuador y en el territorio boliviano empujan a éste a plantearse la organización de un nuevo estado nacional en el Alto Perú al que quiere denominar con el nombre de su admirado Bolívar.
Cuando lo consulta, el libertador le expresa su convicción de que sería importante mantener al Alto Perú ligado a
la Argentina, ya que veía como un hecho positivo fundar los nuevos Estados emancipados sobre los territorios de los antiguos virreinatos y le pide que consulte con las autoridades de Buenos Aires; en ese momento histórico presididas por Rivadavia. Éste le hace notar diplomáticamente su desinterés por los territorios del Alto Perú y le aconseja organizar en principio un territorio relativamente chico y gobernable.
Cuando Sucre le trasmite esta novedad a Bolívar, el vencedor de Carabobo queda asombrado.
¿Al gobierno de las Provincias Unidas del Sur no le interesan las provincias de Tarija, Potosí y Chuquisaca -con su importante centro universitario en la ciudad de Charcas-? Le cuesta creerlo, porque Bolívar como San Martín, enseñaban que cuanto más territorio tuvieran las nuevas naciones, más potencialidad futura tendrían, contrariando la enseñanza inglesa de las naciones pequeñas con grandes centros portuarios.
Por ello no acepta el nombre de República Bolívar con la que quería llamarla Sucre y queda para esas tierras un nombre no tan personal: Bolivia.
Pero Rivadavia también comienza a utilizar la figura anglo-norteamericana de “desierto” que Sarmiento llevará a su cima, hiriendo de muerte -como dice Fermín Chávez- “al proyecto de la nación autoconsciente” alberdiano.
Obsérvese que todavía en nuestra historiografía académica se sigue llamando “conquista del desierto” a la realizada por los líderes del Proyecto del 80 sobre una de las llanuras más fértiles del mundo, poblada por los indios pampas, tehuelches y ranqueles.
Es una categoría demasiado foránea que merecería ser decodificada.
A pesar del notable impulso nacional del Congreso de Tucumán,
la Argentina no pudo ser
la Patria Grande, perdió el Alto Perú y
la Banda Oriental del Uruguay. Pero tampoco fue la patria chica.
Con la expansión hacia
la Patagonia se aseguró geopolíticamente ser uno de los territorios nacionales más grandes y variados en riquezas naturales del mundo.
El impulso nacional y popular que le dio el Congreso de Tucumán fue un antídoto que debilitó y, finalmente, venció a los variados intentos autonomistas interprovinciales.
En los días en los cuales conmemoramos nuestra independencia, convendría, en este mundo con nuevas potencias emergentes, reafirmar los núcleos nacionales, federales, y populares de la argentinidad, para enfrentar en mejores condiciones los grandes desafíos que las novedosas relaciones de poder mundial demandan, no sólo a nuestros conceptos geopolíticos, sino también a nuestras categorías geoculturales.